miércoles, 10 de febrero de 2010

Malditos Bastardos

Malditos Bastardos
“Inglourious basterds”



Universal Pictures
The Weinstein Company
Lawrence Bender Productions
Neunte Babelsberg Film

2009/153 minutos/USA-ALEMANIA
http://www.malditosbastardos.es

Reparto: Brad Pitt, Diane Kruger, Christoph Waltz, Daniel Brühl, Mélanie Laurent, Eli Roth, Michael Fassbender, Samm Levine, B.J. Novak, Til Schweiger, Gedeon Burkhard, Paul Rust, Michael Bacall, Omar Doom, Sylvester Groth, Julie Dreyfus, Jacky Ido, August Diehl, Martin Wuttke, Richard Sammel, Christian Berkel, Sönke Möhring, Mike Myers, Rod Taylor, Denis Menochet, Cloris Leachman, Enzo G. Castellari
Fotografía: Robert Richardson
Música: Ennio Morricone, Charles Bernstein, Dimitri Tiomkin, Billy Preston, Gianni Ferrio, Lalo Schifrin y otros…
Guión: Quentin Tarantino
Dirección: Quentin Tarantino



“Hice un montón de investigación cuando empecé a escribir, pero luego eso comenzó a bloquearme, porque encontraba demasiada información, e intentaba trasladarla a mi historia. Quería enseñar al mundo todo lo que yo había aprendido... y me llevó un tiempo quitarme esa idea de la cabeza. Pero en lo que se refiere a esta historia en concreto, todo lo que necesitaba era comprender los porqués de los personajes y cómo se vivía en Francia durante la ocupación. Eso es todo lo que necesitaba saber, la estructura de la vida cotidiana en aquella época y cómo cambiaron las cosas desde 1941 hasta 1944. Ya había visto un montón de cine alemán y de la propaganda nazi, aunque también es cierto que aprendí muchas otras cosas. Leí los diarios de Goebbles y mil cosas más. Aprendí tanto para poder hablar de ello con conocimiento de causa. Pero en lo que se refiere a la escritura de la película, no me apetecía volver a hacer otra investigación tan exhaustiva, eso hubiera parado mi proceso creativo. Si lees el guión, lo que lees es mi imaginación. Eso es lo que quería hacer, no quería cambiar la forma en la que trabajo habitualmente sólo porque la película estuviese ambientada en el pasado. Así que la historia parte de la realidad, pero la he rehecho a mi manera. Cuando terminé el guión, la mitad del tiempo sólo pensaba en si habría acertado con los hechos, quiero decir en si realmente se sentía así el toque de queda cuando París estaba ocupado y ese tipo de cosas.”

Quentin Tarantino



Y a la séptima patinó. Sí amigos, después de seis grandes obras, seis, Tarantino la pifió. Porque “Malditos Bastardos” (que ahora se estrena en DVD) es una película fallida o, cuando menos, menor en su filmografía. Comparada con él mismo, claro, que es mucho comparar… Naturalmente, no ocurre nada por este hecho. Nadie es perfecto, ni siquiera nuestro querido y admirado “enfant terrible” americano. Quentin Tarantino es un grande, de eso ya no hay duda, y lo es (también) porque es capaz de rodar y firmar una errática obra deslavazada y admirable como ésta y que le salga regular, tirando a mal. Se ha dicho que el inolvidable autor de “Pulp Fiction” es un creador multireferencial, pero que sobre todo es hijo de todas las series de cine que van desde la B hasta la Z. Y es cierto. Pero también (y sobre todas las cosas) lo es de la serie A, amigos. Y ese es el problema irresoluble de “Malditos Bastardos”: que su serie A son Sergio Leone, Robert Aldrich o Sam Peckimpah. Y eso es mucho toro.

Varios son los factores que juegan en contra de ésta, por otro lado, entretenida (que una cosa no quita la otra) revisión en clave pop sobre la segunda guerra mundial. La primera de ellas es la poquísima presencia de los desdibujados Bastardos del título en el desarrollo de la historia. Y es que, en ocasiones, parecen más bien invitados molestos que protagonistas. Y no me refiero precisamente al tiempo que aparecen en pantalla, que es más bien escaso, si no a su relevancia auténtica, real, en lo que se nos cuenta. Echamos de menos un mayor desarrollo de sus perfiles, de su búsqueda y reclutamiento por parte del Apache, y de su historia personal. Falta el mimo en los detalles de su relación y sus motivaciones de, pongamos por caso, “Doce del patíbulo” (1967), de la que el amigo Quentin bebe, y mucho, o “Los siete magníficos” (1960). Y, desde luego, nos hubiera encantado verles en acción de verdad: asaltando patrullas, desollando nazis (más), robando trenes de suministros, destruyendo puentes, sublimando esa guerra de guerrillas que se nos dice (porque no se ve) hacen con tanta maestría y mala uva… No sé si será por una cuestión de exceso de metraje, pero yo tengo la sensación permanente de que me han birlado información vital. Y no solo en lo relativo a los secuaces del macarrónico jefe (magnífico Brad Pitt) o a él mismo, sino también en la historia mejor elaborada y más consistente del film, la del nazi-estrella-héroe nacional enamorado (Daniel Brühl) y la judía vengadora (sorprendente y turbadora Mélanie Laurent). Tengo la impresión de que Tarantino se queda a medio camino en todas sus propuestas, dejándonos sin querer con la miel en los labios. Por lo que cuentan, hubo diversos problemas a la hora de enlazar convenientemente todo el material filmado, así que podemos presumir (me da en la nariz) que se hicieron tal lío en la sala de montaje, que terminaron por perder el hilo de lo que querían contar. Quedan, eso sí, muchos detalles que tampoco conviene menospreciar de gran, gran cine: el uso maravilloso de los acentos y los idiomas, asentado en un trabajo actoral de primera, y que compensa con una necesaria cuota de hiperrealismo el desequilibrio generado por la desmedida gamberra (y divertida) de su tono de comic; los siempre inspirados diálogos marca de la casa; la música (que no las canciones, que por una vez no me pegan ni con cola); y el aprovechamiento (espectacular) del formato panorámico con el encuadre, y una factura técnica irreprochables. Pero, y sobre todo, quedan dos secuencias absolutamente memorables, que permiten intuir con cierta nostalgia la sensacional película que nos hemos perdido. Estoy hablando, naturalmente, del arranque y de la escena en el bar. Ese primer capítulo es un manual de planificación escénica, de progresiva tensión, bordado por dos actores en estado de gracia y con una cámara que ocupa con maestría todos los rincones posibles de la cabaña, para transmitir la emoción más adecuada a cada momento. Debería enseñarse desde ya en las escuelas de cine, amigos. El juego de sugerencias que Tarantino teje con los idiomas; las miradas y metáforas del “caza-judíos” (más que premiable Waltz); la intuición primero, constatación después, que tenemos, de que allí hay personas escondidas; la sutileza de la expresión del miedo, oculto en la mirada del campesino… El gran gordo (si, el amigo Hitch, aquel que se pirraba por las rubias para luego torturarlas en los rodajes) explicaba una vez en una entrevista su idea acerca de los mecanismos de la tensión cinematográfica en el espectador. Decía que, si mostramos en pantalla a un hombre sentado tras una mesa de oficina con un plano fijo, y de repente, sin previo aviso, ésta vuela por los aires por efecto de una explosión, conseguiremos un efecto impactante de sorpresa, un ¡oh! enorme y espectacular en la platea… Ahora bien, si, por el contrario, mostramos a ese mismo hombre sentado tras la misma mesa de la misma oficina, y acercamos la cámara hasta ver que, por debajo, hay una bomba atada a la madera con un reloj temporizador que el sujeto desconoce por completo, lograremos que la escena siguiente, en la que el hombre llama por teléfono, charla del tiempo con su secretaria o pide una pizza, sea insoportablemente tensa y mantenida (y progresiva) para el espectador. >Creciente en el suspense con el paso de cada segundo del reloj. Pues esa máxima cabe aplicarla al capítulo primero de “Malditos Bastardos”, que se remata además anticipando (me juego mi maldita colección de westerns al completo a que con toda la intención) la historia de venganza posterior, al clavar el famosísimo plano en sombra desde el interior de la cabaña del inicio de “Centauros del desierto” (1956). No olvidemos que el rotundo clásico de John Ford es también el relato de una tremebunda venganza, con lo que se inicia un juego de espejos que abarca todas las ramificaciones que se quieran a lo largo y ancho del film de Tarantino. Que no decir del cadencioso desarrollo (que algunos han tildado de lento, pero que a mí me parece hipnótico y preciso como un jodido reloj suizo, oigan) desencadenante de la brutal secuencia de la Taberna francesa. La mezcla del juego intelectual (la historia del negro en América para referirse a King Kong…); la naturalidad verosímil que destilan esos soldados, celebrando el nacimiento del hijo de uno de ellos; el alcohol; la nada previsible suspicacia resabida, nacida del cruce de egos con el oficial; la simple fatalidad, o los sublimes diálogos, aparentemente intrascendentes (una vez más matizados con el detalle imprescindible de los acentos), y que desmantelan por su complejidad las críticas que ha recibido el film acerca de la supuesta simplicidad maniquea de la lucha entre nazis y aliados… forman un tapiz de elementos que va sobrecargando la atmósfera de tensión hasta que estalla la inevitable violencia. Por cierto, otra situación límite que se cierra con una negociación frustrada, de las que tantas hay a lo largo de la película. Pero estas dos maravillas, paradójicamente, condenan en parte la narración, porque abren expectativas que el desarrollo posterior no consigue alcanzar ni de lejos. Todo el metraje pasa, cojo y tuerto, esperando ese gran momento que parece estar anunciándose pero que no termina de llegar nunca. Esa permanente frustración funciona como un retardo, como una disfunción que a muchos de los espectadores termina por desubicar y aburrir. Tampoco esta vez le funciona la desfragmentación de la historia en capítulos, tan marca de la casa, que lo único que consigue es aumentar la sensación de distanciamiento. La elipsis es un recurso imprescindible del cine, pero aquí son tan enormes, que se convierten en agujeros negros que te sacan completamente de contexto… Por otro lado, es curioso (y un placer) comprobar como, en un director que ha sido calificado desde siempre (tanto para darle cera, como para pulirle cera) como posmoderno, irreverente, e hijo bastardo de la cultura pop, vayamos a destacar como lo mejor de su película dos escenas de regusto inequívocamente clásico. Pero así es.

Lamentablemente, y a pesar de sus grandes momentos e indiscutibles logros, “Malditos Bastardos” naufraga con un final atropellado, absurdo e inverosímil, con lo que deja un sabor de boca demasiado tibio. Y es que, con la de cosas que se nos han birlado por el camino, pretender que nos traguemos sin guarnición el cambio repentino del personaje de Hans Landa, o el ridículo (casi nulo) operativo de seguridad desplegado en el cine (trufado, recordemos, de la plana mayor del tercer Reich, ni más ni menos), es pasarse de listo, de inocente, o de ambas. Queda el disfrute de algunas imágenes indelebles, como ese hermoso primer plano de Melanie Laurent en la pantalla de su cine, descargando su serena pero implacable venganza contra los nazis; o el simbolismo preclaro del celuloide (o del arte) como arma con la que sacudir papanatismos y extremismos… Pero también la tristeza de saber, los que (como un servidor) seguimos con fervor la obra de uno de los más grandes exponentes del cine contemporáneo, que bajo la estimable y entretenida película que hemos podido ver… se esconde una obra maestra que jamás veremos. Porque hubiera hecho falta el Sergio Leone de la sublime “Hasta que llegó su hora” (1968) o de “Erase una vez en América” (1984) para dotar de una mayor grandeza a ésta “Malditos bastardos”.
Y nuestro querido Quentin es grande, quizá enorme, pero no un maestro. Aún.

P.D.T.: Por cierto, nada de todo esto sirve si no ven la película en versión original.
Nunca estuvo más justificada que en ésta ocasión la condena absoluta al doblaje…

Javier Cuevas

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